14 de mayo de 2010

QUIERO HACER POZOS


Papá, quiero aprender a hacer pozos, le dijo.
-Es un oficio duro, a veces ingrato, le contestó él.
Pero ella era testaruda e insistió:
-O me llevas contigo o me llevas contigo.
Su padre, siempre tan bueno, tan atento y cariñoso, solo le puso una condición.
- El próximo pozo que nos encarguen lo harás tú desde el principio hasta el final, es mi única condición.
- ¡De acuerdo, papa!.
Era el mes de mayo. Al pocero más valioso del valle le habían encargado un pozo importante por el que le iban a pagar trescientos maravedíes. En el carro de mulas, cargaron un pico, una pala, una escalera y un cubo. Era todo lo
necesario.
Cuando aquella joven comenzó abrir el suelo se encontró con una capa de tierra vegetal, fácil de excavar. Bailaba excavando. Hasta el primer metro de profundidad. Feliz terminó la jornada del primer día.
El segundo día ella empezó cantando y orgullosa, pero enseguida se encontró con una capa de barro duro y apelmazado. Golpeaba y golpeaba y lo único que conseguía eran bojas en sus manos limpias y tiernas.
- Papá, este sitio no es bueno, ¿por qué no buscamos otro?.
- Sigue, hija, sigue.
Ella siguió. No podía volverse atrás. Pero sus golpes empezaron a llenarse de rabia y agresividad. Apenas conseguía remover aquel barro que parecía argamasa fundida.
Así estuvo una semana entera. Desquiciada. Llorando. Y solo encontraba en el bueno y duro de su padre la misma respuesta:
- Sigue, hija, sigue.
Cuando llegó al metro y medio de profundidad tuvo que poner la escalera para subir el barro que iba escarbando a golpe de grito y pico. Se dio cuenta que aquel barro solo ablandaba a base de sollozos.
En su cansancio maldijo su atrevimiento, su frescura irresponsable y pensó que su padre era un tirano.
Cuando llevaba dos metros y se encontró con las duras rocas, gritó un par de blasfemias y huyó tres días enteros a divertirse al pueblo más cercano con aquel mozo que tanto le gustaba.
No le quedaba otro remedio que volver y allí se encontró a su padre, bajo la sombra de aquella encina centenaria y por saludo una sola palabra:
- Ahonda, hija, ahonda.
Ya no tenía ni rabia ni palabrotas nuevas que inventar. Solo sentía desánimo y malestar. El malestar de los inconscientes, de los que no saben que el buen vino necesita años de reposo en barrica de roble para ser bueno y sabroso.
Fue sacando una a una las piedras que encontró. Así estuvo un mes entero. ¡Qué parecía otra mujer!. Como más grande. Como más hermosa y hecha. Como aquellas yemas de árbol cuando están a punto de reventar y anuncian la
primavera. Allí hizo un repaso a su vida. A su historia. A sus amores y a sus desamores. A sus derroches y a sus huidas. A sus miedos, que tan bien los tenía. Una a una fue cerrando heridas, cancelando cuentas pendientes, abrochando vestidos hilvanados.
Mentiría si nos dijera que fue a golpe de soledad, de infinitos mocos tragados y de no entender a aquel padre impasible que desde el brocal le preguntaba:
- ¿Cómo vas?.
Y ella decía:
- Jodida, padre, jodida.
Al avistar la capa de arena, a los cuatro metros, sintió una corriente de luz, como una descarga y se dio cuenta que pronto brotaría el agua deseada. Y así fue. Empedrar el pozo fue más lindo. Hasta agradable. Cuando terminó su trabajo, se encontró a su padre y su abrazo tierno, largo, sereno y aquella palabra savia, amasada en siglos de experiencia:
- No hay otra forma de aprender, hija.

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